miércoles, enero 18, 2006

SÓLO EMPANADAS

Para vender hay que mostrar. Esa "máxima", casi una perogrullada infantil, podría aplicarse al mundillo de la publicidad de cualquier época y geografía. Es notable, entonces, el valor (estratégico primero, y económico después) que en las ciudades comenzaron a tener los lugares desde los que era posible mostrar cosas para vender a la gente.

Lo primero fueron los carteles. Montados en graves estructuras metálicas, los más grandes se enseñoreaban sobre avendidas y bulevares. Más adelante, y gracias a los progresos de la técnica, se iluminaron, y fueron inundando el paisaje urbano con ese remedo de arbolito de navidad en que resultan los cientos de carteles luminosos en una gran ciudad, encendiéndose y apagándose, cambiando de color, titilando, en la vista que se tiene desde un piso alto o desde un avión.

También estuvieron los carteles pequeños. Los más antiguos quizás sean los que se colocaban, engrudo mediante, en los rectangulares espacios provistos por la otrora Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Y siempre se usaron, ya que hablamos de engrudo, los beneméritos afiches, ésos que empapelaban los estoicos muros y fachadas de tantas casas.

Con el correr de los años, la publicidad fue evolucionando, perfeccionándose, adaptándose a los nuevos soportes. Llegaron los medios masivos de comunicación, y la publicidad pasó a ser el tirano que determinaba la duración (y hasta el contenido) de tramos enteros de la programación de los grandes medios electrónicos, como la radio y la TV.

Pero en la Reina del Plata de fines del siglo XX y principios del XXI parece que nada de lo ya visto era suficiente. Ciertas novedades comenzaron a verse en la cotidianeidad del paisaje callejero. Los bondis, por ejemplo. Hoy, los colectivos van empapelados de publicidad. Una ingeniosa manera de ganar espacios en sitios hasta hace unos años impensables, pero en los que cualquier persona se fija. ¿Cómo no ver un colectivo en la calle? O bien, ¿cuántos automovilistas viajan a veces decenas de cuadras pegados al traste de un colectivo, aburriéndose por tener sólo una palabra leer (aparte de la patente, claro) y que normalmente dice un lacónico "Metalpar", que alude a la fábrica de carrocerías?

Cualquier cosa en la que cotidianamente debamos fijarnos es pasible de convertirse en un soporte publicitario. Hoy, hasta los pasajes de subte llevan estampadas publicidades de lo más diversas.

Pero lo que ya deja de ser una muestra de ingenio y cae en algo rayano con el ridículo es lo que hace, por ejemplo, la cadena "Sólo empanadas", de venta al público y por delivery. En ciertas esquinas populosas aparecen de pronto, delante de la primera fila de autos detenidos frente al semáforo, cuatro o cinco personas disfrazadas de empanada, según el logo de la empresa. Bailan, se contonean delante de los autos coordinados por un tipo vestido como los que están detrás del mostrador, quien les indica con un silbato cuándo tienen que dejar paso a los autos para ir a ubicarse a la calle transversal y hacer lo mismo.

Se entiende que la idea es mostrar, llamar la atención, vender. Y se entiende que, tratándose de empanadas, la idea haya consistido en apelar a algo simpático, desacartonado. Pero realmente ver a unos tipos (o chicas, nunca llega a saberse) bailando disfrazados de empanadas buscando despertarnos el apetito demuestra hasta qué punto puede llegar el aprovechamiento de los espacios... tanto como el de la persona humana. Porque esto no es ya el clásico "hombre sandwich" (de paso: hoy hasta parece que usan pantallas de plasma en reemplazo de aquel viejo recurso).

Ridículo, sí. Pero mejor, al menos, que quienes pagan desproporcionadas sumas, por ejemplo, por remeras con el logo de famosísimas marcas. Una paradoja de la publicidad, claro: terminar pagando, en lugar de cobrar, por generarle más ventas a una empresa. Porque los chicos de "Sólo empanadas", al menos, lo hacen por unos pesos. Es un trabajo, después de todo. Y si creíamos que no había nada peor que trabajar gratis, vemos que en realidad hay muchos quienes pagan para laburar. Ahí están tantas marcas famosas, con sus ejércitos de gratuitos --y verdaderamente ridículos-- empleados, luciendo orgullosos sus publicidades.

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