miércoles, diciembre 14, 2005

El Maitén

(A Ana María Reigosa, por los árboles que pudimos abrazar juntos)

Tuvimos que alcanzarle el bastón. Tuvimos que aclararle que la tierra del jardín no estaba embarrada, pese a las lluvias de días anteriores. Tuvimos que sostenerla mientras caminaba, con paso vacilante, sobre el pasto. Tuvimos que ayudarla a descender el módico desnivel, la suave pendiente de apenas un metro que se interponía entre la entrada de la casa y el maitén.

Éramos pocos. Ella, sosteniéndose sobre el bastón, nos transmitía la imagen de una anciana que pese a todo conservaba intacta una inquebrantable fuerza de voluntad. Nosotros cuatro --y el nieto—la acompañábamos en silencio.

Más allá del maitén, de la ligustrina, del gran pino azul, de la tranquera de entrada al jardín, más allá del Barrio El Faldeo, ubicado a unos cuatro kilómetros de San Carlos de Bariloche, se extendía el enorme lago Nahuel Huapi y las suaves montañas de enfrente, empeñándose en conservar algo de nieve pese a lo avanzado del verano. Detrás de la casa, el turístico Cerro Otto estaría coronado por la confitería giratoria, la plataforma desde la que se lanzaban diariamente los instructores de parapente y sus alumnos, y la cotidiana miríada de extranjeros que no se cansarían de maravillarse por lo paradisíaco del paisaje.

El objetivo de Ana era acercarse caminando al enorme maitén que, a escasos metros de la entrada de autos, se elevaba unos 15 metros con su tronco áspero, su follaje rústico y verde oscuro, su silencio apagado y vegetal. Era una promesa. Una promesa desde su última internación, ésa que la había mantenido más de un mes casi inmóvil, que casi le había quitado la capacidad de caminar.

“Los árboles siempre me transmitieron energía; siempre me dieron la sensación de que, si les pido algo, me ayudan a conseguirlo”, nos decía antes de salir al jardín, mientras su esposo preparaba el bastón, la campera (“afuera está fresco, gorda, ponete esto”) y la cámara de fotos. Porque era todo un acontecimiento: Ana no sólo había vuelto a caminar, sino que estaba por cumplir una promesa que se había hecho a sí misma en los peores momentos de la internación, cuando el pesimismo de algunos médicos y la fría racionalidad de las estadísticas indicaban que, muy probablemente, no podría volver a desplazarse sola.

“Siempre sentí que abrazar un árbol es una forma de conectarse con la tierra, es una forma de descargar todo lo negativo que uno lleva adentro para que el árbol lo absorba. Y, a la vez, para que él nos transmita su energía natural, la paz de la tierra, su sabiduría”.

No recuerdo si ese pensamiento se basaba en alguna historia mapuche que alguna vez le contaron. Pero bien podría (o debería) ser una leyenda de ese pueblo que habitaba, entre otras zonas, el alto valle de la provincia de Río Negro, en el sur argentino, mucho antes de que se llamara Río Negro, mucho antes de que nos llamáramos “argentinos”. Los tiempos en que el Lago Mascardi, a pocos kilómetros al sur del Nahuel Huapi, era conocido como Relmü Lafken (lago de los siete colores, en idioma mapuche).

Tuvimos que caminar despacio. La voluntad inquebrantable de Ana consiguió, como tantas otras veces, llegar adonde quería llegar. Jorge, su esposo, y Matías, uno de sus hijos, no desaprovecharon la oportunidad de fotografiarla: Ana había vuelto a caminar; estaba llegando al maitén; estaba cumpliendo su promesa.

Apoyó una mano sobre el tronco. Suavidad rugosa contra aspereza cálida. Mano y tronco se encontraron. Ana le entregó a su esposo el bastón, y se acercó más aún. Abrazó el enorme tronco. Todos hicimos lo mismo. Éramos seis personas –incluido el nieto— rodeando el diámetro de un tronco de maitén. Éramos seis personas, cada cual a su modo, tratando de conectarnos con ese árbol majestuoso aunque humilde, que carece de la elevada petulancia de los coihues, o de la salvaje indiferencia de los pehuenes. Seis personas pidiendo un deseo, cada una en su silencio, como se debe.

Al final, nos abrazamos entre nosotros. Luego, Ana dijo, con voz fuerte y mirando al cielo, como para que la escucharan todos los árboles del Cerro Otto, “Todavía no. Todavía no”. Luego me dijo, entre lágrimas, “estoy hecha una maricona”. “No”, le contesté yo. “Sólo estás emocionada. Permitítelo.”

Mi deseo duró sólo siete meses a partir de ese día. Ana falleció el 15 de agosto de 2005, 39 días antes de cumplir los 64 años de edad. Se la llevó ese maldito cáncer contra el que había peleado más de cuatro años.

Hoy, que ya estamos próximos al fin de año y su recuerdo es un trago agridulce para el alma, siento que me haría bien detenerme cinco minutos y abrazar algún árbol, aunque en Buenos Aires no haya maitenes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mono: segui escribiendo cosas como estas. Pero no bajo presión, sino para presionar a la vida.
Porque así no te manda a putas viejas como la rutina o a alguna otra alimaña de esas que nos terminan adormilando con polvos baratos que nos vacían de todo.
Seguí escribiendo, porque me parece que nos cabe a todos aquello de que "escribo para no hacer algo peor"...